
Le temblaban las manos de pura emoción, incluso pensó con horror en la posibilidad de desmayarse. Pero una vez acomodada en su silla, cuando fue consciente de las flores que llenaban de color y perfume la sala, y de las magníficas arañas que la bañaban en torrentes de luz, cuando paseó la mirada por los artesonados dorados y las esculturas… se sintió parte de aquello, ¡estaba haciendo realidad su sueño! . Durante años, cada mañana del uno de enero, se sentó delante del televisor fascinada por aquel concierto que transmitían desde Viena. Para ella, que jamás había salido de su ciudad, aquello era el colmo del refinamiento y la exclusividad. Alguna vez se atrevió a decirle a su madre cuánto le habría gustado estar allí , pero su madre siempre respondía: “Calla, calla, mejor lo vemos desde aquí, en casa sentaditas”. Sentaditas. Ella había visto pasar la vida sentadita, había visto como los hombres pasaban de largo, las bodas de sus amigas, las maravillas del mundo desde una pantalla de televisor, el dinero en las clientas de la zapatería de lujo en donde trabajaba desde los quince años…. Siempre mirando sentadita. Pero hoy no, hoy ella era parte de la vida. Miró disimuladamente a los espectadores sentados cerca de ella, en primera fila de platea… parecían tan importantes, tan seguros, tan mundanos. Para darse ánimo miró sus fantásticos zapatos. Aún recordaba la cara de su jefe el día que le preguntó qué regalo le gustaría para su jubilación; ella había respondido sin dudar: “Esos zapatos de cocodrilo”. El hombre se quedó estupefacto,- ¿para qué querría esa solterona unos zapatos tan lujosos?”-, pero consiguió sonreír y le alargó la caja- al fin y al cabo esa mujer llevaba en la zapatería desde los tiempos de su padre, primero de dependienta y luego de cajera, así que, si quería zapatos de cocodrilo, pues muy bien.
Algo más tranquila, revisó su dos piezas, cosido por ella pero que conseguía dar el pego; sonrió halagada recordando la cara del recepcionista del modesto hotel: unos ojos como platos al verla vestida como una señora después de que el día antes entrara con tejanos y coleta. En cuanto a las joyas, aquí sí que no había nada que hacer, sólo contaba con los pendientes de perla de su pobre madre. Si la viera ahora… le daba un soponcio, ella que siempre conseguía ahorrar a fuerza de recortar al límite cualquier capricho. Siempre la misma canción: “ahorrar para la vejez”… Y para qué… ella vivió sus últimos años impedida, sin recordar ni su propio nombre… A ella le daba igual la vejez, para qué iba a preocuparse de su vejez ella que no tenía a nadie; mejor si no llegaba. Pero no quería pensar cosas tristes, hoy era un día feliz, un día que le costaba casi todos sus ahorros.
Los aplausos anunciaron la llegada del director, y tras un breve saludo, la filarmónica arrancó con el programa. Si existía cielo, debía parecerse mucho a aquello: la música la abrazó y la meció a ritmo de vals, la dejó extasiada esa orquesta que sonaba como un sólo instrumento siguiendo las manos mágicas de aquel hombre, impecable en su chaqué. Desde niña la música de Strauss había sido como un bálsamo para ella, por apenada que estuviera, siempre aquellas notas amables habían conseguido levantarle el ánimo. Y ahora, esas melodías nacían delante de ella, iban directas a su corazón desde el corazón de la tierra que las vio nacer.
Sus sentidos estaban al borde del colapso, incapaces de asimilar tanta belleza como absorbían: los aromas, la luz, la música… Ahora llegaban las primeras notas del “Danubio azul”, tan conocidas y que siempre le parecían tan hermosas como la primera vez. Los bailarines danzaban entre el público, adolescentes ingrávidos y hermosos que expresaban la melodía con sus cuerpos convertidos en instrumentos de carne… Sin darse cuenta estaba batiendo palmas con la marcha Radetzky, el final del concierto. Se fue rezagando hasta salir con los últimos espectadores, quería dilatar al máximo aquel día extraordinario. Sus amigas decían que el día de la boda era el día más importante de su vida, pues bien, ella acababa de vivir el suyo. Y era feliz, en aquel instante perfecto. Al salir, se fijó en un reloj barroco del vestíbulo, en la esfera esmaltada se leía : “Tempus fugit”. Dos palabras que encerraban el sentido de la vida. El tiempo huye, nadie puede detenerlo, pero hoy ella había vivido intensamente y eso era su poquito de inmortalidad.
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