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martes, 25 de enero de 2011

CUENTO PARA PALIAR EL ABURRIMIENTO. - parte 5

Silvestre, enjugándose el sudor con el delantal, asomó la cabeza por la puerta de su cocina para ver que tal andaba el local de clientela y se fijó sorprendido en el hombre de la primera mesa… Si… ¡estaba llorando…!Volvió a meterse delante de los fogones, turbado, Quiso dejar de pensar en aquellos hombros hundidos y en aquellas manos crispadas delante de la cara, pero mientras le daba vueltas al sofrito, no paraba de darle vueltas a la cabeza… ¡Vaya!
Cogió resueltamente el cucharón, se lo puso en la mano al pinche y antes de que éste iniciara una tímida protesta, salió de la cocina y se sentó delante del hombrecillo.
-Señor… perdone que le moleste, seguramente voy a meterme donde no me importa, pero para quien ha sufrido mucho en esta vida es difícil cerrar los ojos a la pena de los demás, y la suya en muy negra, señor, eso se ve enseguida. El hombre miró aturdido al vejete que olía a cebolla frita y le miraba con franca simpatía.
-Verá, no se cuál es su problema, pero quisiera decirle algo que me ha servido mucho en momentos como el que usted esta pasando: no luche con la vida, no huya de ella, simplemente déjese llevar. Permítame que le cuente una historia:
Había en una aldea un pastor muy pobre, tanto, que sólo tenía una oveja. Un día se le perdió y todos los vecinos fueron a verle y le decían “¡Qué mala suerte has tenido!” y él respondía “Puede ser”. El hijo del pastor fue a buscarla por las montañas y encontró un caballo salvaje que pudo domesticar y alquilaba como montura ganando bastante dinero. Los vecinos le decían “Qué buena suerte has tenido” y el respondía “Puede ser” Y ocurrió que el hijo montó un día el caballo y éste lo tiró al suelo y se rompió una pierna. Los vecinos le compadecían “Qué mala suerte has tenido” y él, como siempre “”Puede ser” Pero el señor de la aldea declaró la guerra a otro señor rival y reclutó a todos los mozos, menos al hijo del pastor, que tenia la pierna rota. Marcharon todos a la batalla y ninguno volvió con vida.
Amigo mío, el destino es inescrutable y nadie tiene poder sobre él. Esa ventaja tenemos los desgraciados, puesto que si nos ha llevado a lo más bajo no hay que temer, sino esperar a que vuelva a subir la ola. Confíe en la vida, no se desanime ni piense que ha naufragado. Y no se sienta solo, porque esa es la naturaleza del hombre: nacer solo y morirse solo. Nadie más interviene en la comedia de nuestra vida, con suerte sólo hay actores y actrices que entran, representan su papel y hacen mutis. Y ahora, va a probar usted mis manitas de cerdo, que resucitan a los muertos. – y dicho esto, se levantó, le dio una palmadita en la espalda y desapareció por la puerta de la cocina.
Se quedó mirando aquella puerta casi dudando de que aquellas palabras, que habían sido para él como el trago de agua para el que muere de sed, las hubiera pronunciado aquel cocinero-filosofo que se había materializado delante de sus narices, aureolado por aroma de sofrito y con las mejillas rojas y sudorosas. Se sentía bien, como si le hubieran quitado un dogal muy apretado….”…en el paseo de San Martin, esquina a la avenida Rius…” Reconoció las calles y se volvió intrigado hacia la televisión que había en una esquina y escucho con atención el resto de la noticia. El locutor hablaba no sé qué de un premio súper millonario… ah, sí, la Loto… Aquella cara… ¡el del reportaje era el camarero del bar que había frente a su casa! …”sí señor, el boleto premiado salió de esta terminal… no, no me acuerdo de quien fue… es que tenemos mucha clientela, aunque me esté mal decirlo”.
Un pequeño sobresalto, un presentimiento apenas esbozado le hizo levantar. Pidió el periódico al camarero y buscó la página de los resultados de los juegos de azar mientras hurgaba sus bolsillos en busca del resguardo. Y allí estaba. ALLI ESTABA. Repasó los números una y otra vez, cerró los ojos y los volvió a repasar. No podía ser verdad.
El cocinero salía con una generosa ración de su receta especial para su protegido, pero advirtió con sorpresa que ya no estaba. Sólo alcanzo a ver el faldón de su gabardina, voleando como si su dueño hubiera salido a la carrera. Se encogió de hombros desconcertado y se internó de nuevo en sus dominios.
Mientras, en la sucursal del banco de la esquina, el director no podía dar crédito a sus ojos. No sabía si besar a aquel hombre insignificante o pegarle por querer engañarle. Pero no había duda: era el boleto premiado de la Loto súper millonaria. Mil quinientos millones ingresados en su sucursal…le dieron hasta sudores. Había salvado los objetivos del presente ejercicio; tras dejarse la piel en busca de clientes con pocos resultados, entraba por la puerta aquel escuchimizado y le ponía delante de las narices mil quinientos millones. Estuvo a punto de soltar la carcajada y tuvo, como nunca en su vida, la convicción de que Dios existía

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